Ante el cambio constante

Muchos profetas de la desgracia abundan en esta sociedad contemporánea, personas que se quedaron añorando un esquema pasado encarnándolo en instituciones y realidades sociales (Iglesia, política, familia, academia, etc) y que hoy resultan insuficientes y obsoletos para afrontar los nuevos desafíos a los cuales estamos expuestos.

¿Por qué es tan difícil entender que el mundo está cambiando? Para muchas personas estar aconteciendo en esta hora de la historia se ha vuelto todo un trauma, un problema existencial serio que desemboca en un hastío de la vida y en un desencanto que implica grandes frustraciones. Nada hay más natural que el cambio, somo seres en evolución permanente. Si este es nuestro ADN, ¿por qué tenemos que falsear nuestro impulso interior de ir hacia adelante quedándonos estancados?

Muchos profetas de la desgracia abundan en esta sociedad contemporánea, personas que se quedaron añorando un esquema pasado encarnándolo en instituciones y realidades sociales (Iglesia, política, familia, academia, etc.) y que hoy resultan insuficientes y obsoletos para afrontar los nuevos desafíos a los cuales estamos expuestos. La posmodernidad nos está llamando fuertemente a repensarnos, sin miedo y sin escrúpulos, para generar nuevos horizontes de comprensión, más humanos e incluyentes incluyentes. Cuando el ser humano absolutiza una institución, la que sea, termina siendo verdugo de la persona.

Ante lo nuevo que emerge habrá desconfianza y recelo, pues el arraigo de lo establecido que produce cierta seguridad implica una acomodación traicionera. Este arraigo se traduce en paradigma que según Enrique Martínez Lozano (2009) en su libro ¿Qué Dios y qué salvación? es: “Un modo de ver la realidad -una cosmovisión- que, mientras no sea puesto en cuestión por la emergencia nuevos datos, aparecerá como globalmente coherente”. La aceptación al unísono de la realidad vista solamente desde una óptica, es un sueño infantil que nos desubica de este presente histórico que es plural.

La posmodernidad es sinónimo de caos y destrucción para muchos pregoneros fatalistas, pero transitando hacia el fondo del ser humano, la posmodernidad es ante todo una comprensión existencial que hace la persona por captar de manera nueva el mundo que habita. De esta manera, “el proyecto de la Ilustración ha quedado clausurado y tres estudiosos proclaman, uno, el fin de la historia, Francis Fukuyama; otro, el fin de la metafísica, Derrida; y otro, el fin de la modernidad, Vattimo. Lo que para algunos produce un panorama deprimente: desconfianza, desconcierto, indecisión y cinismo” (Adolfo Galeano (2019). Una nueva teología católica pensada desde América Latina, p. 128).

Ahora bien, el presente exige de nosotros reconfigurarnos desde nuestra propia identidad, ser capaces de entender que las construcciones antropológicas que hacemos, nos llevan a darle profundidad a la existencia. Sin la desafiante pregunta por la identidad, cualquier tiempo parecerá trágico. Dentro de este panorama tan vasto, la educación juega un papel fundamental, nos permite entendernos y ubicarnos en un contexto. La educación que no lleve a la autocomprensión se convierte en “obsolescencia programada”, y la educación que no lleve a la contextualización seguirá siendo “anacronismo tiránico”.

El miedo al cambio surge de una profunda necesidad de sentido. Cuando la persona vive, pero no existe, el trasegar de la vida se limita a una sucesión de días que desembocan en crisis. En palabras de Byung-Chul Han, en su libro El aroma del tiempo (2018) sería: “la crisis del temporal de hoy no pasa por la aceleración. La época de la aceleración ya ha quedado atrás. Aquello que en la actualidad experimentamos como aceleración es solo uno de los síntomas de la dispersión temporal”. No estamos en un tiempo maldito, estamos tan hondamente “dispersos”, que no somos capaces de ver más allá de las apariencias que se erigen como determinantes.

Ante el cambio constante, el ser humano del siglo XXI necesita de las experiencias profundas que marcan la vida. La resemantización de los instantes, de las personas y los espacios, permiten hacer frente a la dictadura de lo epidérmicamente pasajero. La rapidez a la que estamos expuestos nos hace diluirnos desaforadamente, así “esta sensación se intensifica porque los acontecimientos se desprenden con rapidez los unos de los otros, sin dejar una marca profunda, sin llegar a convertirse en una experiencia” (Byung-Chul Han, 2018). La posmodernidad nos está convocando, la posmodernidad es el presente que brota desde la persona, la posmodernidad es don porque la vida sigue su curso en medio de los avatares de la historia.       

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